Caledfwlch

El general Roger Rabenmark se encontraba ante un dilema. Una espada del siglo VI había sido encontrada cerca de Rennes le Chateau, Francia. Para la arqueología era un hallazgo simple, un arma de algún soldado importante, ya que se encontraba muy decorada y con materiales que debieron haber sido costosos en la alta edad media. Pero ya se habían encontrado varias así, y se deducía que no eran utilizadas para pelear, sino como un lujo más. Sería de mucho valor que se exhibiera en alguno de los museos de Alemania, o quizás, como trofeo en alguna de las oficinas del Führer.

Sin embargo, no sería así. Rabenmark había recibido órdenes de destruirla. No lograba entender por qué. El arma medieval se encontraba en ese momento en su cuarto, frente a él, sin alguien más que estuviera ahí. Tenía unas cuantas horas para apreciar la reliquia, encontrarle los detalles que quisiera ver, memorizarlos tal vez, puede que hasta dibujarla o tomarle fotografías y después dársela a algún herrero para que la fundiera y le quitara las piedras que podrían ser valuables. Pero en el fondo sentía que no era lo correcto. Sabía de otros oficiales que habían quemado obras de arte, ejemplares únicos de libros antiquísimos, edificios y puentes medievales que habían sido demolidos con fines puramente estratégicos en muchas partes de Europa, pero no había tenido la misión de destruir piezas que podrían estar en un museo, y no entendía en lo absoluto por qué. Los libros podrían generar ideas peligrosas para Alemania y su gobierno, las obras de arte también, incluso si habían sido hechas por artistas judíos, los puentes generalmente eran dinamitados para frenar tropas enemigas, pero ¿una espada? Definitivamente no era judía, ni romana. Y no podía cuestionar órdenes directas del Führer. Así que se dedicó a analizar el artefacto.

Para empezar, no tenía funda. Se había perdido posiblemente. En la hoja venía escrito un texto. Eso era interesante, decía la palabra Caledfwlch, que jamás había escuchado, ni sabía en qué idioma estaba. Sonaba a celta, o posiblemente de Gales. Le pidió a uno de sus soldados que investigara ese término, y que no dijera una sola palabra al respecto. Era bastante pesada, tenía algunos fragmentos con hoja de oro y piedras, translúcidas aunque el material principal era acero. Tenía la tradicional forma de cruz y además un mango simple, que terminaba en una cabeza de animal, posiblemente un dragón. ¿Qué significaba una cabeza de dragón?

Durmió con la espada a su lado. Al día siguiente, muy temprano, el soldado le llevó un libro en francés. Lo leyó y se dio cuenta de algo impactante. La espada debía ser destruida. O tal vez no.

Tomó su gabardina y se fue, con caja en mano, hacia la frontera con España. Sabía que Himmler era supersticioso, al igual que Hitler, y que coleccionaban reliquias mitológicas. Habían buscado la lanza que había entrado en el costado de Jesucristo, el Santo Gríal, y otros objetos mencionados en la Biblia, pero este no les convenía y tenían que desecharlo. Seguramente les ocasionaría más problemas con Churchill, y los británicos pelearían con más ganas contra ellos. ¿Se imaginan que Hitler tuviera en su oficina el objeto que posee exclusivamente el soberano de Gran Bretaña, según las leyendas? Pasó por Couiza, un pequeño pueblo cerca de Rennes, cuando unos individuos lo vieron, y gritaron en francés “Es un maldito nazi”. Alrededor de veinte tipos armados rodearon su vehículo y lo atacaron. Lo golpearon, lo obligaron a salirse del carro, y se lo llevaron. Faltando unos cuantos kilómetros para España. Nunca volvieron a saber de él, puede que haya muerto, o huido.

El millonario brasileño escuchaba la historia incrédulo. Si lo que tenía en sus manos era o no la legendaria espada del rey Arturo, o si ésta se había hundido en algún lago, no importaba. Él ni siquiera había terminado de oírla y se encontraba totalmente convencido de que ese objeto tenía poderes, que había derrotado criaturas muy poderosas, hoy ya extintas, y que había sido extraída de una roca, forjada por goblins o por alguna criatura femenina acuática. Al carajo con el siglo VI, le pagó al contrabandista y mandó que la escondieran en su bodega, en el empaque 4253. Posiblemente él algún día sería tan poderoso como el rey de Inglaterra, y si no, ahora tenía en su propiedad la espada más famosa del mundo.

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